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Enchufados

Luis Rossi | 05 de noviembre de 2013

Entré sin complejos con decisión, dispuesto a llevarme, sin querer asombrarme, una buena impresión. Pasé desapercibido, quizás con demasiado sigilo, me aventuré en sacar de mi bolsillo, viejo y roído, unos céntimos para ver si llegaba al cajón.

Entré sin complejos con decisión, dispuesto a llevarme, sin querer asombrarme, una buena impresión. Pasé desapercibido, quizás con demasiado sigilo, me aventuré en sacar de mi bolsillo, viejo y roído, unos céntimos para ver si llegaba al cajón. Y allí lo vi. Postrado ante mí, sin más pena que gloria, rogando un poco de victoria en una cara de cuadril. No pude sino acercarme y preguntar con no poca certeza, lo que rondaba por aquella cabeza sin poder dejar de profundizar su mirada. “Tampoco me han cogido”.

Fueron tiempos buenos, casi no echaba cuenta a su monedero. Gastaba, pero no especulaba, simplemente vivía el momento. La obra daba dinero  y su FP de electrónica le hacía reconocer cada elemento en cuestión de segundo. “Y llevo más de dos años”, me comentaba sin ánimo alguno. Su cara era un poema, sus esperanzas, una elegía. Mientras, rebusqué en mis bolsillos y le saqué un café relajante, que tal como te lo tomas, lo relajas por el bajante.

 Primero fue azul, luego se hizo rojo. Aunque sólo por fuera, porque por dentro era cobre, que con un poco de estaño suelda cualquier engaño para hacerse más fuerte con tanto sobre.

Y sin saber qué hacer, en ese momento y no en otro, me contó la historia de un cable pelado, que de la noche a la mañana amaneció enchufado, alternando su corriente. Al principio fue un poco neutro, con los pies en la tierra, pero conforme vino la luz, así cambió de color. Primero fue azul, luego se hizo rojo. Aunque sólo por fuera, porque por dentro era cobre, que con un poco de estaño suelda cualquier engaño para hacerse más fuerte con tanto sobre. Un trifásico, incluso. La marca, era lo de menos, porque lo importante era mantenerse conectado a esos cables, antes también pelados y que ahora le seguían la corriente.

Y entró en la cuenta, que la corriente, no es el camino por donde va la gente, sino por donde se va al cajero. Si bien pensaba que esos enchufes privados, podrían serlo sin rendir cuentas morales, ya que sostenía que cada uno debía aguantar su caja de contadores. Justo lo contrario que si el cajetín era público, porque no es lúdico el sentarse con mando y subir la palanca de la alta tensión, sin darse cuenta que así, y no de otra forma, se derrite el contador. Se quema.

La regleta, triple o ladrón, que oportuna la expresión,  estaba tan empalmada que achicharró la vivienda, pasando por cada cuarto por cada salón.

La regleta, triple o ladrón, que oportuna la expresión,  estaba tan empalmada que achicharró la vivienda, pasando por cada cuarto por cada salón. Un enchufe y otro. Seguía su recorrido lineal, sin más electricidad, que la que se iba desgastando al final de cada sesión.

Un año menos que un lustro, el tiempo necesario para que tan a gusto, se electrocuten y vuelvan a pulsar el botón. Le di un abrazo y le desee suerte. Me di la vuelta, ávidos lectores, y en menos que cae un rayo, me di cuenta con cierto descaro que esos que están enchufados, al final dejan de tener corriente moral en los sentidos, cuando les saltan los plomillos. Y cuando venga ese día, si quieren enchufes a mano, que se vayan a Nepauer o Parrabano. 

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