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Miedo

Luis Rossi | 09 de febrero de 2015

Hacía tiempo que no lo sentía, que no venía a verme, a visitarme, a charlar un rato los dos a solas. Tiempo que no entraba por debajo de mi cama y se escondía por entre las cortinas. Hacía mucho tiempo. Tanto que quizás lo echaba de menos, tanto que lo podía confundir en una arrebato de nerviosismo con la palabra preocupación. Pero no, ese no es el miedo. El miedo te huele y te hiela la sangre. Te paraliza las manos y te seca la boca, en un alarde de lágrimas que van y vienen como las olas. Ese es el miedo. Y lo encontré de cara fumándose un cigarrillo en la acera de la calle. Le vi la silueta humeante entre la octava y sexta planta. El miedo me miró a los ojos y me dijo "tranquilo". Cuando el dolor entra en tu cuerpo, tu miedo es combatiente, pero  cuando es en cuerpo ajeno, ese miedo es penitente. Para colmo si ese cuerpo no levanta ni tres meses del suelo, el miedo es veneno y el corazón bombea con tal fuerza, que el pulso se te acelera en una abrir y cerrar de pupilas. Ese miedo recorría mi cuerpo, cuando con prisas su cuerpo abrazaba como queriéndola curar con mi pecho y los ojos de la que hasta hace poco compartía cordón umbilical, brotaban gotas de sal. 

La bata blanca me avisaba y me dejaba tranquilo, pero la falta de manos se agudizaba con la carencia de utensilios. Una planta abierta para el momento, para aquellas pobres almas que pasaban miedo. Aquellos cuerpos sin vivir la vida, que no tenían la garantía que exigen sus derechos. Los nervios, los llantos, el miedo me hizo ver que a cualquiera nos toca. Las batas verdes por los pasillos y ni los más básico para controlar las fiebres del destino. Compartiendo habitación con otros padres en igual estado, caras desencajadas y el miedo en aquellos oscuros habitáculos, tomándose un cortado en taza de la ironía. Poco a poco pasaron las horas y las lunas y aunque la mejoría hizo pensar que la suerte no había sido esquiva, el miedo ahí seguía. Dolor en los pasillos, enfermos necesitados, trabajadores saturados, familiares desesperados. Su cuerpo ya respira y sueña tranquilo, pero el susto de pensar en cómo nos han esquilmado, alienado y recortado me hacen pensar, queridos lectores, que o alzamos la voz, el cuerpo, las manos o ese miedo se apoderará de nosotros y ya no tendremos cura alguna. Toca luchar para que ese cuerpo que no levanta tres meses del suelo, cuando lo haga, nunca, nunca, pase ese miedo que sus padres pasaron un día.

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